Familias discipuladoras en favor de la niñez

Discipular a los más pequeños del hogar pareciera ser una tarea compleja y difícil. En realidad, es el principio del discipulado cristiano: Entonces dijo: —Les aseguro que a menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos (Mateo 18:3, NVI). La niñez es el sujeto del discipulado, podríamos llamarlo “la materia prima” con la que el Maestro trabaja, forma y desarrolla a sus discípulos. Los más grandes e importantes en el reino de Cristo son los niños (v. 4). 

Por tanto, es necesario poner nuestra mirada en Jesús y remontarnos al primer momento en que el divino maestro tuvo contacto con los seres humanos: su concepción. ¡Increíble! Desde el vientre de su madre Dios ya tenía un plan para él, así que lo único que se requería era seguir las indicaciones y dejar que Él pusiera cada cosa en su lugar. A muchos de nosotros nos cuesta trabajo dejar en manos de Dios el delicado proceso de formar un discípulo, siempre queremos intervenir anteponiendo nuestros pensamientos e intenciones, ignorando en ocasiones los planes divinos.

Esta labor inicia desde el momento en que una pareja toma la decisión de procrear un nuevo ser. La paternidad responsable implica planear todos los aspectos que tienen que ver con la formación y desarrollo de nuestros hijos, nada puede quedar a la deriva. Lo primero que debemos evaluar es nuestra capacidad de proveer lo necesario para el sustento de la criatura, poner nuestra confianza en Dios, pidiendo su intervención divina para encontrar y mantener una fuente de ingresos sólida y estable. Asimismo, es importante que los padres determinen el tipo de formación espiritual que desean para sus hijos, lo que implica establecer compromisos con Dios para que Él sea quien dirija esta decisión a favor de los pequeños. Algo que no podemos pasar por alto es la imperiosa necesidad de crear un ambiente favorable para el desarrollo físico, social, emocional y espiritual de nuestros hijos.

1. El punto de partida: ser como Cristo

La base de una familia discipuladora es que los padres aprendan primero a ser discípulos de Jesús. De esta manera, sus hijos e hijas tendrán un referente importante y de gran impacto que los hará adoptar como modelo de vida al Maestro de Galilea. Ser discípulos de Cristo es imitarlo en todo: pensar como Él, sentir como Él, hablar como Él y realizar acciones como las que Él hacía. Para lograrlo se requiere analizar las razones y motivaciones de Jesús. Veamos algunas de ellas:

El amor. El amor es el ingrediente que facilita y pone en acción la intervención de Dios en el proceso de discipulado que cada familia realiza a favor de sus hijos. Así como el padre me ha amado a mí, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor (Juan 15:9). ¿Te has preguntado alguna vez de qué manera amó Dios a su hijo? Aunque no hay respuestas explícitas en el texto bíblico, sí encontramos algunos referentes para evaluar esa clase de amor a la que Jesús se refiere en este pasaje. El amor que Dios tuvo por su hijo debió ser similar al que el Padre mostró por su pueblo Israel:

Es un amor eterno. Yo te he amado, pueblo mío, con un amor eterno. Con amor inagotable te acerqué a mí (Jeremías 31:3, NTV). Es un amor que nunca termina, permanece para siempre a pesar del tiempo, lugar y circunstancias.

Es un amor tierno. Por el gran amor que te tengo te llevé de la mano como a un niño, te enseñé a caminar, te di de comer y te ayudé en tus problemas […] (Oseas 11:3-4, TLA). Las cuerdas de amor del Padre son fuertes e inquebrantables, nadie las puede romper.

Es un amor incondicional. Si somos infieles, él sigue siendo fiel, ya que no puede negarse a sí mismo (2 Timoteo 2:13, NVI). El amor auténtico no pone condiciones, se da sin reservas ni excepciones.

Es un amor protector. Cuántas veces quise juntar a tus hijos como la gallina protege a sus pollitos debajo de sus alas, pero no me dejaste (Lucas 13:34, NTV). De manera natural, el Padre celestial extiende sus brazos amorosos a su pueblo para darle cuidados y atención especiales.

Es un amor que expresa complacencia y satisfacción. Entonces una voz que venía del cielo dijo: Este es mi hijo. Yo lo amo mucho y estoy muy contento con él (Mateo 3:17, TLA). No hay mayor satisfacción para un padre que sentirse complacido con las acciones de sus hijos.

Estas cinco características, entre otras, nos permiten dimensionar el amor que como padres debemos prodigar a nuestros hijos, con el propósito de formarlos como discípulos de Cristo.

Pasión y compromiso. En el discipulado cristiano no hay tiempo para indecisiones o pausas ociosas. Debemos estar dispuestos y comprometidos a poner todo nuestro esfuerzo para hacer lo que nos corresponde dentro de los planes de Dios. Pero Jesús les respondía: —Mi Padre aun hoy está trabajando, y yo también trabajo (Juan 5:17, NVI). La misión que el Padre había encomendado al hijo requería de ocupar todo el tiempo posible, por lo cual era necesario poner manos a la obra con decisión, pasión y compromiso. No puede ser de otra manera, entretanto que hay oportunidades para servir, debemos hacerlo (Juan 9:4).

Obediencia. La vida de Jesús estaba entregada por completo al Padre: los pensamientos e intenciones de su corazón siempre estaban conectados con los planes y propósitos de Dios. Yo no puedo hacer nada por mi propia cuenta […] pues no busco hacer mi propia voluntad sino cumplir la voluntad del que me envió (Juan 5:30, NVI). No había desviación alguna, pues Jesús pudo vencer la tentación de hacer lo que a Él le pareciera correcto, basado en la autoridad que había recibido del Padre. 

Ser obediente es vivir en la certeza de que aquel a quien sirves sabe perfectamente lo que hace y puede dirigir tu vida y acciones para lograr las metas establecidas. Por tanto, merece todo el honor, reconocimiento y respeto de parte nuestra. Como discípulos de Jesús debemos ser incondicionales al Padre, lo cual implica hacer su voluntad sin excusas ni pretextos. Hacer la voluntad del Padre debe convertirse en nuestro alimento diario (Juan 4:34). Esta metáfora de Cristo aclara que el verdadero discípulo debe estar enfocado en aquello que Dios le encomienda; es su misión y en ello le va la propia vida, como lo es el alimento al cuerpo. Así como el ser humano no puede vivir sin comida, el discípulo de Jesús no puede sobrevivir un instante sin hacer la voluntad de Dios.

2. Crear un ambiente favorable para el discipulado

Algunos de nosotros pensamos que el discipulado es un proceso que tiene que ver con los adultos, porque se trata de tomar decisiones, asumir compromisos y poner pasión en lo que hacemos. Alguien expresó lo siguiente, quizá de manera distraída y poco responsable: “los niños no pueden estar en el templo mucho tiempo porque se aburren”, dando por hecho que la enseñanza de la vida cristiana no puede ser efectiva y de alto impacto en ellos. Quienes piensan de esa manera consideran que los niños ya tendrán tiempo de hacerse discípulos de Jesús cuando “tengan edad suficiente” y entonces pretenden atraerlos al camino de Dios demasiado tarde.

El niño aprende desde el vientre de su madre: él percibe sonidos, música y hasta los gritos y discusiones entre sus padres. A pesar de que en ese momento no alcanza a procesar toda esa información, a partir del momento de su nacimiento, inicia un complejo proceso de identificación, selección y asociación de todo lo que él percibió cuando era un embrión. De la misma manera son sensibles a los estados emocionales de la madre: tristeza, alegría, ansiedad, enojo, depresión; todos esos sentimientos se van guardando en su mente y pueden determinar, en cierto sentido, el carácter y temperamento que habrá de desarrollar durante su existencia.

Y como muestra, un botón: Tan pronto como Elisabet oyó el saludo de María, la criatura saltó en su vientre (Lucas 1:39, NVI). Juan el bautista percibió el saludo de María cuando aún estaba en el vientre de su madre, lo cual lo hizo saltar de alegría. Quienes pensemos que los niños no perciben este tipo de sentimientos desde que son embriones, estamos muy equivocados. Por ello es importante que, como padres, pongamos atención y generemos un ambiente adecuado para el desarrollo físico, emocional y espiritual de nuestros hijos. 

Lo primero que tenemos que establecer es una estrategia, un plan de acción cuyo propósito principal sea que nuestros hijos amen a Dios y decidan seguir a Jesús.

A. Un hogar en el que se adore a Dios. Cuando los hijos e hijas son concebidos dentro de un hogar en donde la prioridad en todos los sentidos es Dios, ellos perciben desde el vientre de su madre el cálido amor del Padre y desde entonces generan un apego íntimo y personal con Él. Desde la música y alabanzas de los padres, hasta el sentimiento de estos hacia Dios, provoca en el bebé un cariño y conexión especial con el Creador. La conducta y actitud de los padres en cuanto a las enseñanzas de Jesús es también determinante en la formación de las y los pequeños. Por increíble que parezca, cuando ellos crecen en un ambiente de obediencia a la voluntad de Dios, esto permea en su vida, penetra hasta lo más profundo de su ser, toma forma dentro de ellos. Es decir, se encarna en las criaturas y produce un deseo natural de vivir de acuerdo a las normas de Dios, de vivir en el Espíritu; sin normas escritas, sin coacción ni forzamientos, sino a través de la vivencia diaria de la fe en la intimidad de su hogar.

B. Un hogar en donde se viva a Jesús. Se trata de que nuestros hijos respiren a Jesús, que lo perciban con sus sentidos: que lo vean, que lo huelan, que lo palpen, que lo escuchen, que lo saboreen; y no solamente el día sábado sino a cada instante, en cada paso, en cada acción. Inundar la vida de los pequeños de tal manera que disfruten a plenitud los momentos de intimidad con el Maestro. Desde muy corta edad ellos son capaces de percibir a Jesús, pero para ello necesitan el ambiente adecuado, que los padres vivan en el Espíritu, que sus palabras, actitudes y acciones reflejen su dependencia de Cristo. Para lograrlo, tenemos dos estrategias clásicas y muy claras en la Biblia:

La primera nos servirá para que la familia completa ame a Dios con todo lo que somos, lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos: Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Debes comprometerte con todo tu ser a cumplir cada uno de estos mandatos que hoy te entrego. Repíteselos a tus hijos una y otra vez. Habla de ellos en tus conversaciones cuando estés en tu casa y cuando vayas por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes […] (Deuteronomio 6:4-9, NTV). Así, estaremos inundando la mente de los pequeños de la bendita palabra de Dios, lo cual será el mejor antídoto contra la influencia del pecado y la maldad a la que ellos se enfrentarán a diario.

La segunda es una consecuencia y aplicación práctica de la primera: Vivir en el Espíritu (Gálatas 5:16-24). No sé si yo haya sido el único que batalló para encontrar formas de enseñar este concepto a los niños. Hace muchos años, cuando mis hijos estaban en la “edad de los porqués” (el tiempo en el que ellos tienen mayor posibilidad para absorber y comprender a Dios) aprendí una frase que me facilitó esta difícil labor: “Vivir en el Espíritu es pensar en Dios en cada cosa que haces”. Desde que te levantas, te cepillas los dientes, te bañas, desayunas, juegas con tus amiguitos, cuando estás en la escuela en las clases, en la hora del recreo, cuando sales a jugar por las tardes.

El discipulado es un proceso de acompañamiento en el que los padres deben compartir sus experiencias y vivencias con sus hijos, basados en el modelo de Jesús. Una familia discipuladora se fortalece a través de una relación personal con Cristo. Los responsables de este proceso son los padres, en primera instancia, por lo que es importante que ellos miren con ternura a sus hijas e hijos para que desde la más temprana edad se identifiquen con Jesús, Dios y su entorno.

Es necesario renovar y transformar las acciones de crianza a favor de la niñez, desde el cuidado amoroso y tierno de Jesús: abrazándolos como Él lo hizo y dándoles su valor como participantes del reino de Dios.

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